Tres años después de mi añorado Erasmus, volvía a Lisboa, esta vez, acompañado por varios de los indecentes que no me habían venido a visitar por aquellas, y listo para defraudarme como cada vez que uno vuelve a un lugar donde fue feliz, y aunque esto es inevitable y parte de la vida, pasamos unos días de aventuras difíciles de superar, por la inestimable calidad del grupo humano, y porque Lisboa sigue siendo una ciudad donde se es feliz una y otra vez.
Planeamos unas rutas para ver lo fundamental de una ciudad que lo tiene todo, y como base ,el albergue juvenil del centro, bueno, bonito y barato, y donde hasta Maite pudo hacer amigas chinas. El primer día lo dedicamos a pasear por el centro, siempre elegante y concurridísimo de turistas y atrapasueños con gabardinas de falsas sustancias estupefacientes, desde la Praca de Rocio hasta la del Comercio y el imponente estuario del tajo y la típica estampa de la ciudad con el Puente del 25 de Abril, todo lugares comunes para mí, pero nuevos para mis amigos, de los que envidio el éxtasis de la primera vez en lugares tan magníficos.
Pasear en grupos de 7 no suele ser lo más recomendable, y siempre hay que esperar a alguien que está echando fotos a no se qué pared, o que se está meando, o que tiene hambre, pero por otro lado, es imposible aburrirte y hasta podemos hacer subgrupos para quién quiera salir o quedarse a descansar.
No puede faltar la subida al Castelo de Sao Jorge en el tranvía 28, donde se tienen las mejores vistas de la ciudad, y los barrios aledaños de Alfama y la Baixa, que siguen tan animados como siempre. Lisboa es una ciudad rompepiernas pero aún somos jóvenes y los días se nos hacen cortos sin las noches, que pasamos en bares viejunos del Bairro Alto o en los fantásticos miradores al Tajo.
Al día siguiente nos vamos para Sintra a hacer la típica ruta a tan pintoresca localidad, que parece salida de un cuento de hadas vascas, sin dejar de maravillarnos por su conjunto de palacetes y jardines, y alucinando de nuevo con los secretos arquitectónicos de la Quinta da Regaleira y del Palacio da Pena, sus dos superhits.
Las largas y exigentes caminatas diurnas van dejando algún rezagado sin salir por la noche, que seguimos disfrutando tranquilamente por otros bares del Bairro Alto, será por bares. Noches bañadas por deliciosas ginginhas (licor de cereza) e imperiais (cañas al uso) y cuestas y más cuestas.
El tercer día lo dedicamos a cruzar el puente en el ferry que cruza el estuario del Tajo hasta el otro lado, hasta Almada, y de aquí a las inmensas playas de Costa de Caparica, kilómetros de arenales bañados por las aguas ya heladas del Atlántico Norte, y donde disfrutamos primero de un viaje loco en autobús, en el que parece que nos vamos a estrellar todo el tiempo, y luego parada en un restaurante local para comernos un arroz con carne pasada que nos quieren endiñar y que Santi engulle sin problema ninguno (y es que en casa del torero, cuchara de ojos), y tras la bronca, disfrutar de un fabuloso atardecer y paseo al fresco viento del estuario.
Y así, plácidamente pasamos los días tan felices por esta ciudad sin igual, una de mis favoritas del mundo mundial, a la que he vuelto varias veces y volveré todas las que pueda, porque sigue siendo evocadora, bonita, barata, divertida, alternativa, extraña, exotérica, viejuna y a la vez ultramoderna, alicaída y electrizante, y todos los adjetivos de contraste que se te ocurran, aunque un consejo, mejor oler la comida antes de ponérsela en la boca, por si las moscas.