«Vivimos tiempos extraños», la frase más socorrida del año, mucho mejor que la de «de esta saldremos mejores». Yo lo que tengo claro es que de esta saldré más viejo, más gordo y más blanco, y también que no resignarse tiene recompensa, y es que al final, decido pagar por meterme un tubo por la nariz y le rezo a la Virgen del laboratorio para que la PCR llegue bien, negativa y a tiempo. Con los nervios como de la selectividad, llegan los resultados, habemus vuelo y Navidad en casa.
La poca gente que espera en la puerta de embarque en el aeropuerto de Bournemouth para el vuelo a Tenerife parece ya cansada, somnolienta y asustada. Supongo que el pánico de los tiempos del coronavirus, el anuncio repentino de la cuarentena a la vuelta al Reino Unido, y este cielo gris estancado de otoño aplacan la emoción superlativa de volar al sur subtropical y multiplicar tu vida por 4, en 4 horas de vuelo.
Al fin, ya se ve la clásica silueta del pico del Teide por la ventanilla, y 18 agradables grados y tímido sol esperan en tierra, junto a pistolas termómetro y personas en trajes espaciales que nos dan la extraña bienvenida al bendito planeta Canarias. El aeropuerto genera eco y no hay cola de espera para el coche de alquiler (siempre CICAR), que me acompañará fielmente durante toda la semana por la islas afortunadas occidentales.
Antes de coger el ferry, me doy un paseo por la playa de Los Cristianos, que despliega su innegable encanto para casi nadie. Es el comienzo de la temporada alta y algunos camareros ociosos asoman la cabeza de vez en cuando sin suerte, por si pasa un turista perdido o borracho. El último golpe al turismo con la cuarentena a la vuelta de los ingleses ha sido demoledor, pero al menos ha dejado la islas tranquilas por una temporada, y esto hay que aprovecharlo.
El Hierro
Comienza a atardecer en el mismo momento que el ferry abandona el puerto de los Cristianos, y la silueta del Teide se aleja y desaparece entre la línea de mar. Algunas luces aparecen por el norte cuando pasamos cerca de La Gomera, y finalmente, tras 2 horas y 45 minutos, es hora de desembarcar en la completa oscuridad y densa niebla de la isla más pequeñita, desconocida y seguramente con más encanto y carácter de las Canarias, el Hierro.
Una hora de sinuosas curvas y campos de nubes después, llego al sur de la isla, en la Restinga, donde me espera la amable recepcionista para darme la llave y enseñarme la habitación con vistas al pequeño puerto iluminado de la Restinga, desde donde salen las barcas, escasas esta vez, a una de las mejores zonas de buceo de todas las Canarias, y por extensión del país… para la próxima.
Aunque voy un poco improvisando, arrancho el coche y abro Google Maps, divido la isla en tres partes para conocer, ligeramente, en tres días. El sol se aparece intermitentemente, lo suficiente para por fin ya comenzar a divisar los tremendos acantilados al fondo, los desiertos negros de lava arriba, y las plantaciones y casitas blancas o de tonos pastel de los pequeños y encantadores pueblos de la isla, que entre todos suman unos 11.000 herreños.
Como parte del estelar grupo de territorios Reserva Mundial de la Biosfera, y afortunadamente para todos, ha preservado sus orígenes, tradiciones, cultura y arquitectura mucho mejor que el resto de las islas.
Aquí no existen edificios de más de 3 alturas ni se les esperan. Casas rurales y las sencillas pensiones son suficientes para alojar a turistas del norte de Europa mayormente, en busca de una experiencia diferente, bucear con peces de colores, bañarse en agujeros negros, pasear entre la niebla móvil o perderse entre helechos con cientos de años de verdor.
Toda la vertiente sur de la isla hacia el oeste mantiene un delicado equilibrio entre los negruzcos mantos de lava y los acantilados naranjas que apenas dejan lugar a playas de arena, más bien agujerean la costa y la hacen inaccesible y desierta.
Sí, todo muy apocalíptico y volcánico, suelos rojos y negros cubiertos por mantos verdes y arena azabache, llanuras de lava salpicadas por el violento oleaje y una carretera espigada donde cada curva es un lugar para admirar la inmensidad del océano y lo bien que queda mi coche de alquiler con estos fondos.
La vegetación aquí se vuelve extraña, y entre los mini dragos y los pequeños arbustos con ramas afiladas, asoman algunas sabinas antiguas tumbadas por el tiempo, pero sobre todo por el viento, que aquí sopla casi siempre.
Apenas me cruzo con un par de coches en todo el camino, que recorre desde el punto más alto de la isla, en el Malpaso, a 1500 m de altura, y desde donde se adivina al frente la isla de la Palma y su Roque de los Muchachos, y la cĺásica capa de nubes de la vertiente norte de las Canarias, hasta el oceano Atlántico.
El faro de Orchilla, que en el siglo XVII fue el lugar que marcaba la línea del meridiano, por lo que era conocida la isla, descansa desangelado y sobrecogedor, no hace falta meditar recorriendo estos parajes, y es el lugar escogido para mi merienda de supermercado a base de ultraprocesados de mi infancia, triskies y risketos, mirada perdida y dedos naranjas.
Una estatua del campesino bimbache, los antiguos moradores de esta isla, con su perro fiel, y una pequeña ermita aislada dan paso a uno de los conjuntos arbóreos más singulares de la isla, se trata de El Sabinar, donde decenas de sabinas gigantes se arrodillan ante el viento en violenta aunque delicada armonía.
El inmenso placer de recorrer islas casi desiertas en coche, subiendo y bajando montañas y valles, se queda corto cuando por fin consigo recortar la isla y girar de nuevo hacia el este, donde ya se abre el increíble paisaje de cortina verde de 1000 metros de altura de El Golfo, y por fin puedo ver la primera playa de arena de la isla, que debe ser el equivalente a veranear en Júpiter.
El empacho paisajístico del primer día es ya considerable, y ya anochece, así que hora de ir para la coqueta pension El Guanche, mi base para el resto de mis días aquí, en La Frontera, la capital de este valle mezcla entre Hawaii e Islandia, donde aún cantan los gallos y se espantan las nubes. Necesito una dorada.
Aprovecho para cortarme el pelo, pasear por el centro, tomarme un par de cerveza más, ver el fútbol en pantalla grande y disfrutar del ambiente de los bares de pueblo, tan parecido al del mío, pero 3000 kilómetros más al sur. Me abrazo a la cama y me quedo dormidito con la tele de sábado noche.
Al día siguiente, alucino con las vistas desde la pequeña terraza, las amenazantes nubes parecen pegadas y me desconcentran de mi trabajo, tomarme un café con leche y mapear en Google maps las rutas del segundo día, rumbo al verde centro montañoso de la isla y a las charcas del norte.
A falta de playas, buenas son las grutas con lago transparente, y el Hierro es un pequeño paraíso gruyere turquesa. Salpicados por todo el norte aparecen señalizadas pasarelas que unen los diferentes pozos que recortan la costa, por los que apenas me cruzo un par de afortunados viajeros, alucinando tanto como yo, de poder disfrutar de estos paisajes tan marcianos casi en solitario.
Y de las grutas a los miradores, este es el más famoso de la isla, diseñado por el ilustrísimo artista canario César Manrique, que fue plantando de belleza y amor estas islas, y aquí dejó su legado inmortal, con el Mirador de la Peña, desde donde se admira la mejor panorámica de la isla, y que también estaba para mí sólo, selfie time.
El cambio de altura tan brusco es acompañado por los mares de nubes horizontales que cubren y alimentan el manto verde del centro montañoso de la isla, donde un rebaño de ovejas pasta apresuradamente entre la móvil niebla, que deja entrever unos carteles señalando una de las rutas más famosas, la Llanía, que recorre el alucinante mundo vegetal antiguo y frondosísimo de la laurisilva.
Y desde lo más alto, de vuelta a la costa para visitar uno de los lugares más fascinantes de la isla, por si lo de antes parecía poco, el Pozo de las Calcosas. Con el aparcamiento vacío, como en medio de un apocalipsis zombie, bajo hasta el pequeño poblado de casas extrañas pegadas al acantilado, donde emerge imponente la figura de Neptuno sobre chapa, y unas callejuelas singulares que dan a parar a la poza, que ruge con el batir de las olas, mares qué lugares…
De vuelta a la pensión, un maravilloso atardecer dará fin a este segundo día de aventuras por la isla, que ya es casa, y hasta el tímido sol se anima.. generando la luz perfecta para la reflexión y la fotofilosofía barata, y es que no somos nada…
El tercer día en la isla lo dedico a explorar el norte y el este, mucho más áridos. Escarpadas carreteras descienden a pequeños pueblos desde donde nacen otros caminos que bajan serpenteando hacia el mar, hasta llegar a Tamaduste, con dos pescadores perdidos, aparcamientos vacíos, chiringuitos cerrados y el arcoiris que me irá persiguiendo por la ruta este hacia el sur de la isla.
Tengo que parar en la Caleta para la foto de rigor del arcoiris, que se completa frente a mis ojos, para compensar el seguramente lugar más feo y utilitario de toda la isla, el puerto.
La carretera serpentea entre pequeños grupos de casas, que se van desvaneciendo, hasta llegar a un túnel, que atraviesa los acantilados y el tiempo, también el atmosférico.
Al otro lado, la zona conocida como Las Playas, gigantes montículos rojos y negros que rajan la montaña bajo la espesa capa de nubes, tres cabras sueltas perdidas y de fondo la inmensidad del océano de tranquilidad y el Roque de Bonanza o del Elefante, el sitio perfecto para esconder un Parador, un arcoíris y un momento inolvidable, una corriente de adrenalina de los pies a la cabeza, la sensación de ligereza, de conexión y admiración del paisaje, y de comerse el tiempo, de soñar que lo tienes.
Al día siguiente ya sólo me queda dar un paseo por la coqueta capital de la Villa de Valverde antes de enfilarme para la siguiente aventura de vuelta en la isla de Tenerife.
El ferry de vuelta es el momento ideal para relajarse y asimilar la cantidad de paisajes increíbles que El Hierro ofrece, a ritmo pausado y poco o nada domesticado, que haría las delicias de cualquiera… por cierto, amantes del queso, el herreño es famoso y fabuloso.
Tenerife
Llueve sobre el norte de Tenerife y los coches se molestan en las rotondas de camino a Puerto de la Cruz, donde dormiré las tres últimas noches antes de volver a casa por Navidad, si todo va bien.
No hay nada como visitar un lugar por primera vez, especialmente cuando se trata de un sitio tan peculiar como El Hierro, pero siempre es reconfortante volver a sitios conocidos, y es que mi primera vez en las Canarias fue en el viaje del instituto, y tengo que tragar saliva cuando veo los carteles que anuncian el Loroparque.
Puerto de la Cruz, para quién no lo conozca, es una de las localidades más turísticas de Tenerife y por extensión, de España. Esto quiere decir calles y plazas turistizadas, que en estos tiempos amanecen casi desiertas, restaurantes y tiendas de tabaco y alcohol con la persiana echada y facilidad de aparcamiento.
Dos días por delante para ver y hacer más cosas canarias. El primer día el sol ya aprieta fuerte, y toca ruta en el Teide, la más sencilla, de arenas negras y vistas marcianas, que en 3 horas paseando solo como un loqui me dejan exhausto y con ganas de papas arrugas.
Por aquí por lo menos aún se ve algún autobús y coches aparcados en la zona del teleférico. Las llanuras de pedregales volcánicos y arena blanca, las cañadas y los campos de lava son la tónica general en lo que es el Parque Nacional más antiguo de España y un tesoro geológico al alcance, que merece horas de paseo y conocimiento que no tengo, sólo hambre.
Larguísimas rectas de asfalto perfecto recorren la base del volcán hacia el suroeste, desde donde ya se pueden ver las islas hermanas y la densa corona forestal. La Gomera enfrente, la Palma a lo lejos a la derecha y mi querido Hierro con sus nubes más lejos aún a la izquierda al fondo.
El potente, casero y delicioso menú del día a base de potaje canario amarillo y salchichas en Santiago del Teide, es perfecto acicate para bajar hacia los Gigantes, resort turístico que aparece semi abandonado y transitable, famoso por esos acantilados tan impresionantes y su mini cala de arena negra para reposar la comida.
Es la antesala de uno de los lugares más encantadores de Tenerife, el valle secreto de Masca, un pequeño Machu Pichu de valles redondeados forrados en verde y flores de colores, donde ya comienza a esconderse el sol entre las montañas, para fortuna de los que hemos parado el coche en el mirador de Cherfe.
La única carretera que atraviesa el valle es tan estrecha como peligrosa, y cada una de sus cientos de curvas es una pequeña lotería, sobre todo si se cruza la guagua local. Masca es un pequeño pueblo escondido en el barranco frondoso de colores vivos, un lugar para quedarse, para caminar por sendas ocultas hasta la playa secreta al otro lado de los Gigantes, y que absorto y con pena, abandono.
En el trayecto de vuelta hasta el Puerto, y ya en la habitación, toca degustar de nuevo las peripecias de un día espectacular en una isla que lo tiene todo.
Ya se acerca el final, mi último día en Tenerife lo dedicaré a la punta norte de la isla, en el Parque Natural de Anaga, otro lugar normalmente sobreseido por el turismo de masas y que emerge espectacularmente con aire fresco y puro no muy lejos de la capital, Santa Cruz.
Café con leche, zumo de naranja y bocadillito de jamón y queso es lo que sueño con desayunar el resto de los días de mi vida. Y con el estómago feliz, me voy primero de paseo por Puerto de la Cruz, para rememorar aquellas noches locas de mis 16, los lagos Martiánez y rumbo a lo verde.
En poco más de media hora y con una paradita en San Cristobal de la Laguna (otro lugar para visitar con tiempo, por cierto) a por tabaco, me planto en Anaga, donde se vuelven a abrir pequeños y fértiles valles, que las carreteras cruzan por los túneles de bosque de laurisilva que aparecen y desaparecen, suben y bajan, acantilados imposibles y pequeños pueblos con playas negras, como Benijo, donde parece que se para y se acaba el mundo.
Mareado de curvas y extasiado por estos paisajes tan grandilocuentes, es hora de buscar la playa para reposar y ver el atardecer. Pruebo en Las Gaviotas pero está muy agitado, así que sigo de paseo hasta Igueste, hasta el fin de la carretera y de la isla, con sus casitas y su puente, qué manía con vivir en lugares tan remotos como fantásticos…
Y ya por fin, relax en Las Teresitas, donde ahora sí, me doy el primer y único baño en esta aventura que llega a su fin, y que me dio, me da y me dará esta alegría contenida que siento al ver las fotos, al recordar los momentos, y es que la vida son eso, momentos, atardeceres, menús del día y pies fríos.
Playa de las Teresitas, hasta luego