Bergen, Noruega, Junio 2015

Siempre recordaré con muchísimo cariño mi primera vez en Escandinavia, esos enormes países de gentes ricas y sofisticadas que tanto gustan del pescado, del diseño ergonómico, del metal extremo y del tabaco de mascar, y Noruega, la hermana friki de la antigua corona sueco-danesa, la de los bellísimos fiordos y el Black metal, era el destino para esta primera vez en territorio vikingo.

Con varias botellas de vino y una de gin traídas del duty free, una invitación al Bergenfest y hotel de precio asequible al lado del aeropuerto, nos plantábamos en Bergen, segunda ciudad del país y capital de los fiordos del sur, listos para abrazar el fascinante mundo nórdico y también arruinarnos, en estos 3 días de aventura nórdica de verano fresco y efímeras noches de 4 horas de luz.

Un autobús urbano nos deja en la parada del hotel, desde donde saldremos y volveremos cada día, recorriendo las pequeñas islitas y cabañas de madera de colores de los suburbios de Bergen, hasta llegar al siempre elegante y moderno centro de las ciudades escandinavas, con sus tienditas de 7/11, sus calles perfectamente embaldosadas, y su maravilloso puerto hanseático donde perduran por cientos de años las tabernas y casas de madera, y crujen los puentes, el Bryggen, patrimonio mundial por la Unesco, e imagen de la ciudad.

Se oye español en el mercado de pescado, por el que vibran los turistas y paseantes, y desde donde ya se abre el enorme fiordo hacia el océano, y se pasean los enormes transatlánticos de los famosos cruceros nórdicos, pero también los pequeños ferries y barquitas que navegan por estas aguas tan frías como transparentes, y tan llenas de pescado como de petróleo y gas, principal fuente de riqueza de este alargado país, siempre en las listas de los mejores para nacer, tener hijos y vivir, sobretodo en verano añado yo.

Ya el sábado por la mañana, nos apuntamos a una excursión de 3 horas por los fiordos Hardangerfjord y Sognefjord, que nos transportan a un mundo de fantasía y belleza casi inabarcable, conforme nos alejamos de la ciudad, y lentamente, entramos como en un sueño orgásmico de enormes murallas de piedra oscura y bosques de coníferas por los que se abre camino el agua oscura.

Cuelgan cascadas perfectas de agua pura que nos dan a probar, y de vez en cuando, aparecen casetas de pescadores con jardines e iglesias de madera negra, donde seguro que han hecho algún sacrificio o algo, completamente aisladas en este universo nórdico azotado por el viento helador de las montañas siempre nevadas al fondo, una concatenación de idílicas visiones, en uno de los lugares más bellos e irrepetibles que he visitado.

El éxtasis visual se complementa con la vista al supermercado para reponer fuerzas, ya que el presupuesto no da para los excelentes restaurantes de la zona, y acabamos comiendo horrenda pasta a peso, y calentando motores con el gin, nos vamos para el festival, donde el viernes ya habíamos disfrutado de John Grant, y el sábado actuaba la aburridísima aunque famosa y no se porqué Tori Amos.

El domingo, tras desayuno excesivo de pan grueso, lo dedicamos primero a ver la ciudad desde lo alto, gracias al teleférico que une el centro con las colinas circundantes, y desde donde se divisa el plano urbano de una ciudad en perfecta simbiosis con la naturaleza, y donde hace un frío que pela.

Por la tarde, aún tuvimos la oportunidad de ver a Susanne Sundfør y su hipnótica voz, y después ya asomaban como cabeza de cartel, los maravillosos Royksopp y su elegantísima música electrónica, a los que nos rendimos ante el cielo de verano, nunca suficientemente oscuros, tras las montañitas de la ciudad, antes de retirarnos extasiados de nuevo para el hotel, disfrutando del último paseo por la carretera hasta el aeropuerto.

Y al día siguiente, con mucha pena y los bolsillos vacíos, nos volvemos para Inglaterra, con ojos brillantes cargados de tan magnas estampas nórdicas, en un país realmente apasionante, al que hay que volver, para hacer más rutas por los fiordos, para ver conciertos de Black metal, o para pasear por sus galerías de arte, pero siempre con más vino.

Autor: David Gonzalvo

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